Para una comprensión cristiana del camino de Santiago

Para una comprensión cristiana del camino de Santiago

              1. Vitalidad renovada del Camino de Santiago

El camino de Santiago ha experimentado en estos últimos años un auge extraordinario, convirtiéndose de nuevo en una realidad viva que llama poderosamente la atención.

Muchos intentan explicarlo como un fenómeno de moda, que responde a inquietudes deportivas, ecológicas, turísticas y culturales, a la promoción política de intereses económicos etc. De todo ello puede haber algo, ciertamente. Sin embargo las estadísticas nos dicen que más del 50% de los peregrinos declaran ir a Santiago por un interés explícitamente religioso y que otro 30% más o menos reconocen motivaciones a la vez culturales y religiosas a su caminar.

Por otra parte el crecimiento del número de peregrinos en los últimos años es muy grande, sobre todo a partir de las últimas visitas de Juan Pablo II en 1982 y con motivo de la JMJ de 1989, en la que acompañaron al Papa más de 500.000 jóvenes en el Monte del Gozo. Un año tras la celebración de la Jornada fueron ya 4.918 los peregrinos, que en 1.992 llegaron a 9.764. Pero el Año Santo de 1.993 se expidieron 99.436 certificados o “compostelas”, documento en el que se acredita haber recorrido a pie al menos 100 Km. del camino; en el Año Santo de 1.999 fueron expedidas 154.613, en el de 2.004 se llegó a 179.944 y en este Año Santo de 2.010 han sido unos 272.000 los peregrinos oficiales, entre los que ha estado también S.S. el Papa Benedicto XVI. Los visitantes de Santiago se cuentan además por millones.

El camino de Santiago es pues un fenómeno espiritual de primer orden en la Iglesia y la sociedad actual, que va mucho más allá de su aprovechamiento turístico, económico y político; estos aspectos, útiles e incluso inevitables, no son siempre, sin embargo, suficientemente respetuosos de la realidad del Camino. El problema de posibles abusos económicos o de su utilización política sin duda ha existido siempre; pero no debe desviar la atención del acontecimiento espiritual de la peregrinación, que tiene lugar ante nuestros ojos con un vigor renovado y sorprendente.

2. El origen del Camino

El origen de la peregrinación a Compostela está en la “inventio” o descubrimiento de la tumba del Apóstol por el eremita Paio y el Obispo Teodomiro de Iria Flavia probablemente en los años 812-814, bajo el reinado de Alfonso II el Casto, que resistía en Asturias a la invasión musulmana que había ocupado toda España y entrado también en el reino franco.

Sorprende grandemente el eco extraordinario de esta noticia surgida en un lugar oscura y lejano de la Europa de entonces (en el Finis Terrae) y proclamada por personajes que serían desconocidos a las naciones europeas. Hay quién ha visto en la resonancia asombrosa de este anuncio, que movilizó a los pueblos, el verdadero milagro operado en Compostela, perenne hasta hoy. Sin embargo, esto hubiera sido imposible sin la convicción general entonces existente sobre la predicación de Santiago en tierras de la Hispania Romana y en su consideración generalmente admitida de “evangelizador de Occidente”.

En efecto, existía una tradición comúnmente admitida tanto en Oriente como Occidente que hablaba del culto al primer Apóstol Mártir en el Noroeste Hispánico. Hitos de esta tradición son las noticias de Dídimo el Ciego, San Jerónimo, Teodoreto, San Hilario de Poitiers, San Efrén y Eusebio de Cesarea en el s. IV, de las que se hace eco el “Breviarium apostolorum” (s.VI), que alcanzó amplia difusión, así como el “De ortu et obitu patrum”, probablemente de San Isidoro de Sevilla. En este mismo sentido habla San Beda el Venerable en Inglaterra (s. VII) y, en España, el himno litúrgico “O Dei Verbum” y el “Comentario al Apocalipsis” de San Beato de Liébana, de gran influjo en el medievo.

La naturalidad y rapidez de la aceptación del anuncio del redescubrimiento del “locus apostolicus” es atestiguada en los Martirologios de Floro y de Adón de Lyon (840-860), que ya recogen la noticia del culto sepulcral a Santiago. En efecto, en la tercera década del S. IX se había puesto ya en marcha la peregrinación hacia el sepulcro del Apóstol. El filósofo árabe Algazel manifiesta en el año 845 el relieve alcanzado por el fenómeno: “Su Kaaba es un ídolo colosal que tienen el centro de la iglesia; juran por él y desde las partes más lejanas, desde Roma lo mismo que de otros países, acuden a él en peregrinación y pretenden que la tumba que se ve dentro es la de Santiago, uno de los doce apóstoles y el más querido de Isa…”. El mismo estupor muestra el embajador Ali Ben Yusuf: “Es tan grande la multitud de los que van y vuelven a Santiago que a penas deja libre la calzada hacia Occidente”.

3. Un Camino que brota de la fe

Puede ayudar a comprender esta respuesta de los cristianos de entonces considerar muy brevemente el marco en que se sitúa el descubrimiento del sepulcro apostólico. En el s. VIII había estallado en Oriente la polémica del iconoclasmo, que, contra la lógica de la Encarnación, rechazaba la posibilidad de venerar imágenes del Señor; mientras en Hispania se debatían las posiciones adopcionistas de Elipando de Toledo, que corrían el riesgo de reducir el cristianismo a una ideología sincretista cercana al Islam y a la Sinagoga. Es, pues, época de grandes controversias teológicas, que, favorecidas por el empuje musulmán, ponen en discusión el significado de la humanidad de Jesucristo, en la cual la fe cristiana afirma que es dado ver, oír y tocar a la Persona Divina del Hijo de Dios. El Occidente naciente, que adquiría forma propia ante Bizancio con la constitución del Imperio Carolingio y que afrontaba las grandes invasiones musulmanas, era puesto en cuestión en los pilares mismos de su fe en la Encarnación. Quizá puede comprenderse así la energía sorprendente y la alegría profunda con que será acogida la presencia apostólica en el extremo de los lugares occidentales, tanto por los reyes hispánicos como por el mundo carolingio y las naciones europeas nacientes.

En todo caso, el movimiento jacobeo medieval nace como un camino de fe explícitamente cristiana, que confía y busca amparo en la compañía del Apóstol y de los Santos. En palabras del rey Alfonso X, el peregrino se pondrá en camino “para servir a Dios y honrar a los Santos, y por sabor de hacer esto extrañanse de sus lugares e de sus mujeres, e de sus casas e de todo lo que aman, e van por tierras ajenas lacerando los cuerpos o despendiendo los haberes, buscando los santos” (Partida I, 24).

Poco a poco llega a conformarse toda una liturgia y una especie de “orden” de los peregrinos, con oraciones, bendiciones, vestidos propios, símbolos, etc. Se determinan también etapas y lugares en los que reverenciar la presencia de otros cuerpos de santos en el Camino, en los que se construyen también grandes iglesias, como por ejemplo las de San Martín de Tours, San Marcial de Limoges o San Sernin de Toulouse.

El interés profundo que despertó el sepulcro del Apóstol hará del Camino un factor decisivo de la construcción de la Europa cristiana. No sólo porque se convertirá en una gran vía de comunicación de experiencias religiosas, intelectuales, artísticas e incluso económicas, sino ante todo por el significado mismo de la peregrinación para la fe. El que se pone en camino deja su casa y supera las fronteras de pueblos y lenguas, para encontrarse en otras tierras una misma fe, una misma raíz histórica de su identidad más verdadera, una misma “memoria” apostólica como origen de lo fundamental de su forma de vida. En el Camino resulta esencial la búsqueda propia de la persona, su dignidad, su capacidad de encuentro y de comunión, la afirmación del propio destino “mas allá” ( ultra-eia), en la gloria de la que habla el Pórtico de Santiago. Sin el testigo apostólico, sin el Camino y la conversión personal, no se explica bien la evangelización de Occidente ni el alma de la Europa que alborea en los siglos IX y X.

Las dimensiones y el significado eclesial adquirido por la peregrinación a Santiago serán confirmados por las gracias otorgadas por los romanos pontífices, especialmente por el Jubileo del Año Santo, el Año de la Gran Perdonanza. Esta concesión es hecha definitivamente por el Papa Alejandro VII en el año 1179, confirmando privilegios anteriores otorgados por Calixto II ( 1118-1124), hermano de Raimundo de Borgoña y tío del rey Alfonso VII, que había sido gran benefactor de la iglesia de Compostela.

  1. Sentido cristiano de las peregrinaciones

Por supuesto, la peregrinación es una experiencia común a las religiones y culturas de los hombres, presente también en el cristianismo desde antiguo, al menos tras la conversión de Constantino (cf. Egeria). Puede decirse que en ella encuentra expresión lo propio de la naturaleza humana.

A diferencia del animal, el hombre es un ser abierto, que desborda toda experiencia, toda situación, e interroga sin cesar, busca inevitablemente. El mundo no lo encierra sino que, como un signo, lo abre a la trascendencia, a Dios. Incluso ante la muerte, el ser humano pregunta, no detiene su búsqueda y espera. El hombre siempre ha sabido que no tiene en el mundo morada definitiva, que aquí se encuentra de camino.

Cuando tiene lugar el acercamiento de Dios al hombre, la revelación en la que Dios le dirige su palabra, el hombre adquiere certezas y esperanzas nuevas, pero también se encuentra más radicalmente en camino: “Sal de tu tierra y de tu patria y de la casa de tus padres, a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12,1). La fe hace surgir con claridad la conciencia del ser peregrino, como explica la Carta a los Hebreos: “Por la fe obedeció Abraham a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde iba. Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas, …, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios” (Hb 11,8-10). La salida de Egipto, el éxodo por el desierto, determinará la identidad misma de Israel, que experimentó igualmente el destierro, comprendiendo que el camino al descanso prometido es un camino de liberación de la opresión y de la esclavitud, pero también de conversión de la propia injusticia y pecado. De ello habla en la Escritura la institución del “Año sabático” (Ex 21,2-6; 23,10-12; Dt 15,1-5; Lv 25,1-7.18-22), en que habían de restablecerse las relaciones de hermandad, superando situaciones de pecado y desarrollos históricos que conducían a pobreza y miserias. Más radicalmente aún, el “Año jubilar” (Lv 25,8-16.29-31; Nm 36,4; Ez 46,17) anuncia el descanso de la tierra, la recomposición simbólica de la relación del hombre con la creación de Dios.

Pero la tierra prometida, la superación de pecados e injusticias, era profecía y figura que se cumpliría con la venida de Cristo. Él es el peregrino, que cumple plenamente el camino de la verdad y de la vida, que viene del Padre (dejando las riquezas de su casa: Flp 2) y al Padre vuelve, anunciando el “Año de gracia” del Señor (Lc 4,18-19) la salvación que redime de la carga inmensa del pecado y de la muerte.

Jesús, en su humanidad nacida en Belén y llena de gloria tras la Pasión, es el lugar del perdón, la raíz más honda del Jubileo. En Él, la patria definitiva se hace real y posible, las certezas del hombre y su fe se despiertan y se fortalece decisivamente la esperanza; el hombre abraza el camino, que lo lleva a la vida y es radicalmente bueno. Siendo Jesús el camino, el hombre puede recorrerlo en la paz y la confianza.

El cristiano reconoce desde el principio que no está aquí en su casa definitiva (oikía), sino en una parroquia (para-oikía). Lo dice bien el Discurso a Diogneto: “(los cristianos) habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria tierra extraña” (V, 5).

El cristiano es hombre de esperanza, es alguien que peregrina en la fe. La iglesia misma en este mundo se define como iglesia peregrinante, en busca de la patria celestial.

Se comprende así el significado profundo que tiene la experiencia de una peregrinación para el cristiano. No va a la búsqueda de lo divino en alguna fuente lejana o ignota, sino que, como el hijo pródigo, vuelve a las coordenadas profundas de su propia fe, hace experiencia de la verdad de su propia vida, renueva la propia existencia; mientras reafirma la necesidad y la posibilidad del perdón, del abrazo de la misericordia, de la gracia jubilar. Los santos que visita manifiestan la obra de la gloria de Dios en el hombre y le hablan de su propio destino, redimido por Cristo, el de alguien que está en camino en este mundo hacia la patria gloriosa.

  1. La crítica al fenómeno cristiano de las peregrinaciones

La reforma protestante significó una profunda crítica a todo el fenómeno de las peregrinaciones, incluída la de Santiago. Lutero subrayó la unicidad de la mediación de Cristo y la centralidad de la Palabra y del Sacramento para recibir la gracia, con una crítica dura a todo lo que le parecía ser un comercio con las gracias y las indulgencias que podían recibirse en los diversos santuarios. Ya en su escrito de 1520 dirigido a la nobleza alemana, Lutero hará de la abolición de las peregrinaciones un objetivo programático.

En ello radicalizaba críticas razonables que ya se habían hecho en el medioevo a los abusos de las peregrinaciones; ya entonces se había observado, por ejemplo, que es posible ganar más gracia en una misa que en un viaje de ida y vuelta a Compostela (Berthold von Regensburg).

El rechazo a las peregrinaciones entrará en el mundo católico en la época de la Ilustración, en la que domina una comprensión racional-ética del cristianismo. Si ya Jesucristo había dicho a la samaritana que no había que adorar ni en el Monte de Samaría, ni en Jerusalén, sino en espíritu y verdad (Jn 4,21-23), ¿qué utilidad podría tener una peregrinación? El emperador José II de Austria llegará incluso a prohibirlas.

Se plantea pues una pregunta: ¿Por qué peregrinar a un lugar concreto si Dios no está más presente en un lugar que en otro y nos da su gracia en los sacramentos? La dimensión ascética -muy inferior hoy día, dados los actuales medios de transporte- no justificaría por sí sola el Camino a Santiago, como no lo justifican tampoco suficientemente motivaciones ecológicas o turístico-culturales.

Esta pregunta sólo encuentra respuesta adecuada en Cristo mismo, en la fe en Él como Salvador y Redentor; es decir, como Aquel en quien es dada al hombre la gracia de Dios, la misericordia y la verdad plena de su vida y de su destino. El verdadero lugar de la presencia de Dios en el mundo es la humanidad de Jesucristo, reconocido como una persona concreta, histórica, no como un personaje mítico. El peregrino se mueve en este marco de fe; no busca un lugar físico, sino un lugar profundamente personal. Con referencia a él sitúa y entiende su historia concreta, hecha de personas significativas e insustituibles en su aparente contingencia, porque son testigos enviados por el Señor. Este es el caso de muchas personas importantes en el camino de fe de cada uno, de santos pequeños y grandes –como, por ejemplo, pudo ser la Madre Teresa para un moribundo a quien atendía. Y esto se cumple del modo más radical en el Apóstol, en Santiago, evangelizador de Hispania y de los Lugares occidentales.

Reconocer el significado del Apóstol, de aquel de los Doce que vino hasta nuestro Occidente, es reconocer el de Cristo mismo que lo ha enviado y afirmar la historia que viene de Él, a todos sus testigos que han hecho posible la vida de fe de cada uno; negarle importancia al Apóstol es negársela a toda la cadena de testigos, a los que están presentes en la propia historia y, por tanto, es negar la fe en Jesús como el Hijo de Dios hecho hombre y presente entre nosotros.

El impulso que lleva a venerar el sepulcro de Santiago refleja el modo de ser cristiano en su forma pura y lo afirma en un momento decisivo de la existencia del peregrino, para que sea luego la forma propia de su vida, dando espesor histórico y personal a su pertenencia a la Iglesia, a la escucha del Evangelio y a la Santa Misa celebrada en la propia comunidad parroquial.

Se va a Santiago para renovar y confirmar el misterio de bondad y de misericordia que ha hecho posible la propia historia personal; o para buscar esta fe, esta presencia personal, profundamente buena, que permita dar forma nueva a la propia vida de pecadores.

  1. La peregrinación como tiempo de verificación de la fe

Ciertamente el Camino nace por una meta, nace por la llamada que significa la tumba del Apóstol. No tiene su fin en sí mismo, no puede decirse: la meta es el camino. Aunque sea un símbolo de la vida humana y cristiana, valorar solamente el camino, sería contradecirse, dejar de buscar a Dios y quedarse sólo en sí mismo.

Por el contrario, para quien quiere llegar al sepulcro de Santiago, la experiencia de la peregrinación, el tiempo del camino, prepara la reconciliación y la renovación de la vida, contribuye a dar certeza y claridad a la fe.

El peregrino parte para hacer un camino en primera persona, confiado en el fondo en Dios. Deja su casa y sus propiedades; descubre que todas las cosas pueden ser superfluas, que lo importante es cada uno, su verdadero ser. La experiencia del peregrino es la de quien deja preocupaciones y afanes, para descubrir la única cosa que importa y que lleva consigo: su propio yo. Pues, ¿de qué le vale al hombre poseer el mundo entero si se pierde a sí mismo?

La relación con la naturaleza y con los hombres se hace también más verdadera para quien camina en el Señor.

El peregrino tiene una experiencia auténtica del tiempo: se levanta antes de que haya salido el sol; ve amanecer; hace silencio por la mañana para levantar la mirada a la Presencia de Dios mientras empieza de nuevo su vida; va viendo cómo cambia el color de las cosas a medida que avanza el día; vive intensamente cada momento; reposa en una iglesia, en una sombra; vive sin reloj, sin calcular el tiempo. Lo importante no es lo pasajero, sino lo eterno. Cada día pasa, pero el tiempo recibe la huella de lo eterno. Permanece viva en él la esperanza de alcanzar la meta movido por el deseo del Destino. Comprueba que lo importante es descubrir el sentido de la existencia, frente al cual se renueva a cada instante la necesidad de la conversión” (Eugenio Romero Pose).

El peregrino puede hacer igualmente la experiencia del encuentro con los hermanos, fieles y testigos del mismo Señor, que han dado forma en la historia a todo un camino de caridad y de cultura, en que se expresa la vivencia cristiana, construyendo y edificando hospitales y albergues, puentes, iglesias y monasterios. ¡Qué importante resulta encontrar los templos abiertos, poder compartir lo vivido con la comunidad cristiana del lugar! En el camino es posible reconocer la participación en una común dignidad de hijos de Dios y en un común destino.

La percepción del hombre como hermano, del mundo y del tiempo de la vida se renueva en la experiencia de la peregrinación. Es un camino hecho en la fe y en la esperanza, en el deseo de la misericordia y de la vida, para dar forma cristiana verdadera y permanente a la propia existencia. El gozo de contemplar la catedral de Santiago y de entrar por el “pórtico de la gloria”, de contemplar en él la historia de la salvación y ver también la de la propia vida conduce a un deseo profundo: que lo vivido, que la relación renovada con Dios y con las cosas, que la experiencia hecha siga viva en el camino diario, que éste no se hunda de nuevo en la rutina, en las coordenadas de un mundo sin hermanos, sin Dios y sin esperanza.

La renovada vitalidad del Camino muestra que Santiago puede ser de nuevo instrumento divino para la evangelización de Occidente. En primer lugar, porque suscita un movimiento profundamente personal en millones de peregrinos, pues la valoración de la persona, del propio yo, de la libertad, dignidad y conciencia de cada uno, es imprescindible para toda posible renovación de la fe de los europeos. Pero también porque ayuda a descubrir la forma histórica de lo cristiano, en una época como la nuestra en que con frecuencia se reduce de nuevo el significado de la humanidad de Cristo al de un “Jesús histórico” meramente humano, y se olvida o se niega que Él mismo ha constituido la comunidad de los creyentes sobre los Doce, haciendo significativas e insustituibles a la vida de cada uno las personas de sus enviados, dando forma a una profunda comunión de hermanos, que se transmiten los unos a los otros lo más íntimo y personal de la vida, la fe del corazón.

De su nueva evangelización, de su construcción sobre los pilares de la fe apostólica, depende el futuro de nuestra Europa, para la que, por tanto, seguirá siendo importante la memoria del Apóstol Santiago, símbolo de sus evangelizadores y de las raíces cristianas de su historia. Pueden comprenderse así las palabras de Juan Pablo II en su primera visita a Santiago, en la Plaza del Obradoiro, que sirven también para sintetizar de alguna manera, en conclusión, el significado del gran fenómeno jacobeo:

Yo Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a ser tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa y benéfica tu presencia en los demás continentes (…) [los cuales] te miran y esperan también de tí la misma respuesta que Santiago dió a Cristo: puedo”.

+ Alfonso Carrasco Rouco

Obispo de Lugo

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